Los que crecimos asistiendo a la escuela
clásica, aquella que pregonaba que “la letra con sangre entra” (y de hecho, se
queda adentro) aprendimos a querer y respetar nuestra lengua porque es un
artículo que usamos a diario y sin ánimo de ser purista mentecato, hago mi
diario esfuerzo por mantener la forma y el fondo de nuestro español. Es por eso
que pongo énfasis en enseñarle a grandes y chicos a escribir correctamente y a
pronunciar mejor. ¿Por qué? Por esto: si usted no distingue entre vocablos con
la misma pronunciación pero distinta grafía, verbigracia: sensor y censor (el
primero es un aparatico; el segundo es una persona) entonces seguimos hablando
y escribiendo mal. Lo mismo sucede con otros vocablos de similar construcción.
No es lo mismo decir “el tubo” que decir “el tuvo”. Lo primero se refiere a un
objeto por donde circula agua u otros fluidos, mientras que el segundo se
refiere a una acción realizada por una persona. El simple cambio de una consonante
alteró por completo el sentido de la frase y eso lo vemos cotidianamente.
Esto se aplica, a rajatabla, a cualquier lengua romance o indoeuropea que use el alfabeto que conocemos. Si al vocablo anglosajón “three” (esto es, el número 3 en inglés) usted por desidia o flojera decide quitarle esa H intercalada (fastidiosa ella, ¿no? En nuestra lengua ¡esa bicha es muda!), entonces milagrosamente el número 3 se convirtió en…¡un árbol! Si no me cree, pele por el diccionario bilingüe más cercano y compruébelo.
La lengua es un fenómeno maravilloso, tan útil y eficaz como aprender a conducir un automóvil o aprender a usar un complejo programa de computadora. No importa con qué se le compare, el caso es que si usted pisa el pedal incorrecto en el auto o presiona la tecla inadecuada en el teclado, ya metió la pata.
Síganme leyendo en la próxima edición,
para que aprendan más de la lengua y su uso. ¡Nos vemos!
Por: M. Sc.
Jesús Navas Bruzual
Lingüista & Traductor