Hablar con propiedad, corrección y
con un cierto nivel de estética requiere de un esfuerzo constante, bien motu
propio o por exigencias profesionales y sociales. Es por eso que existen
registros, esto es, grupos de términos especializados para cada profesión u
oficio. Es por eso que usted entiende que el dentista le colocará una amalgama y no una guaratara en ese molar que le dolía y que el albañil frisará y no aplanará la pared que le encargó reparar.
También entendemos cuando
el economista nos habla de la oferta
(el montón de mandarinas que tienen los buhoneros en todos sus tarantines) y la
demanda (esto es, cuanto de
mandarina compramos usted y yo). También aprendimos a distinguir entre la tarifa (el costo por hora de un
servicio) y el precio (el costo de
un artículo.
La escuela clásica nos enseñó a usar la ortología, el arte de expresarse de manera concisa, sin divagar, a
no recurrir a las muletillas (ese constante “esteee” o “estooo”) que intercala
el hablante común cada tres palabras y a usar hábilmente los signos
ortográficos para dar a entender lo que queríamos, so pena de castigo. Así, aprendimos
que no es lo mismo decir come papa que come, papá; de mamas y bebes a mamás y bebés, el acento y la coma hacen la diferencia ¿no? ¡Y ni
hablar de los palmetazos en las manos si no distinguíamos que valla, baya y vaya eran tres
vocablos diferentes, aunque sonasen igual! Ponga la mano, Pérez y ¡zuás! más
nunca se te olvidaba. Esas lecciones seguro son recordadas por más de uno que
como yo, transitó ese camino, pero que hoy día no tiene rollos (entiéndase: problemas) para redactar una epístola, monografía o diligencia
cuando el deber profesional así lo exige ¿o sí?
Autor: M. Sc. Jesús Navas Bruzual
Lingüista & Traductor